LEY DE VIDA

Definitivamente este país no tiene arreglo. Hace poco se anunció que en el plazo de dos años no quedará ni uno solo de los almacenes Ley y sin embargo no veo manifestaciones populares contra la medida, ni leo en la prensa cartas de protesta. Esto me hace temer que, en efecto, en el 2012 ya no existirá ni un solo almacén Ley. Se habrá perdido, pues, una parte importante de nuestra identidad urbana y habremos dado otro tarascazo a la historia de Colombia del siglo XX.

Y si no a la historia de Colombia, al menos sí a la de los colombianos que tenemos familiares antes de que mediara el siglo. Yo tengo muy claro todo lo que mi generación debe al Ley. Fue, para empezar, el primer almacén de departamentos que conocimos. Poca cosa al lado de los actuales centros comerciales, pero una revelación para ese pueblo grande que era Colombia. El primer Ley constituyó una fusión insólita, pues lo fundó en Barranquilla un campesino paisa llamado Luis Eduardo Yepes. De modo que el nombre de la que llegó a ser famosa cadena no es un homenaje al ordenamiento legal, sino al inventor del asunto.

Mis contactos con los almacenes Ley -los del centro de Bogotá y los de Chapinero- empiezan muy temprano. Entre mis primeros recuerdos infantiles aparecen las visitas al Ley de la mano de mi mamá en vísperas del cumpleaños para comprar un balón de fútbol, un juego de damas chinas, una camisa, un pantalón. Porque en el Ley había de todo y era maravilloso asomarse a la modesta sociedad de consumo criolla de los años ochenta según la reflejaban las vitrinas del almacén.

Cuando en Colombia solo había cuatro ricos y dos clases sociales -pobres y limitados-, al Ley acudían las familias de clase media a gastar sus pesos, que no eran muchos y se pagaban en rama. Nada más prodigioso que comprar en el Ley cuadernos y lápices para empezar el año escolar. En julio se realizaban interesantes promociones bajo el anzuelo publicitario de Don Julio, un personaje que merece sitio especial en la leyenda mercantil colombiana. Diciembre era también mes de compras en el Ley; por los parlantes atronaban los villancicos y estaban adornados los anaqueles con falsa nieve de algodón. El Niño Dios compraba en el Ley. Así explicaron los taitas de una prima mía la extraña presencia de un recibo del almacén en un paquete navideño con el muñeco Ricardo que había amanecido el 25 de diciembre al pie de su cama.

Más tarde, al llegar la que ahora se llama preadolescencia, y que entonces se denominaba "edad de la caca de gato", el Ley alivió nuestras inquietudes hormonales de escolares conquistadores. Acudíamos los sábados en pequeña pandilla de treceañeros y, después de ir a cine para mayores de 15 (donde veíamos tentadoras películas donde aparecía alguna señora en bikini), nos acercábamos al Ley a molestar a las vendedoras.

-¿Estos son gorritos para gemelos? -preguntábamos con falsa inocencia en el departamento de sostenes. Algunas de las chicas, ingenuas, nos explicaban con sonrojo que no, que se trataba de otro tipo de prendas. Pero vendedoras más vivas, que se la pillaban al vuelo, soltaban respuestas de doble intención o nos humillaban enviándonos a la sección de bebés.
- Y de una vez pidan que les den su tetero, atrevidos -remataban antes de voltearnos la espalda.
Nosotros sonreíamos medio avergonzados y rematábamos el sábado comiendo un tamal con gaseosa en la cafetería, pues tamales también vendían en el Ley.

Dentro de pocos meses la empresa propietaria retirará la marca. Entonces el Ley y el mundo de ilusiones que lo rodeaba pasarán al desván de los recuerdos nacionales, al lado del Alimentón, las aventuras radiales de Tangaré, el hijo de Tanané, y los bluyínes El Roble. Estas son las vainas que lo van matando a uno.

es triste que tantos recuerdos se ballan asi, sin que nadie haga nada solo viendo como todo pasa ante sus ojos